terça-feira, 15 de maio de 2012

La novela policíaca



Recuerdo que el silencio era insoportable. El tic tac del reloj y la lluvia que caía estaban enloqueciéndome. Lucinda había colocado su habitual vestido de final de semana, color de rosa con pequeñas margaritas, y hojeaba apática una revista cualquiera. A veces salía de su trance y me miraba. Ojos furiosos. Flamantes. Ojos de condena. Ya no podía soportar. Éramos dos extraños. Más que eso. Éramos enemigos.
La dosis de veneno que había dato a ella en aquella noche, era pequeña, no iría a matarla de inmediato, pero a los pocos. Sin embargo, no me quedaría allí para verla morir. Cogí sólo mi capa de lluvia y salí. Sin rumbo. De cualquiera forma, iría a necesitar de un álibe. Mientras más andaba, más me sentía débil, desnorteado, confuso. En poco tiempo, no sabía donde estaba y lo que estaba haciendo en medio de la calle. Comencé a correr, sin saber donde iria a parar.
Recuerdo que estaba lloviendo a mares y que entré en aquel cine porque no tenía outro sitio donde meterme. Era domingo, habían dado las diez de la noche y hacía bastante rato que había empezado la película. Me senté en lá última fila y lo primero que hice fue quitarme los zapatos, que se me habían puesto perdidos de barro.
La película que estaban echando era de amor y salía una chica rubia con un buen par de melones y un fulano que llevaba un sombrero con una pluma y un montón de medallas en el pecho. Un tipo con pinta de príncipe o algo así.
Al cabo de um rato me quedé como un tronco y cuando me despertó el acomodador había salido casi toda la gente. Ya estaban encendidas las luces, pero a pesar de todo me puso la linterna a un palmo de la nariz y me preguntó si pensaba que aquel cine era un hotel.
Pedí perdón y dijo al acomodador que estaba confuso, perdido, que no sabía quien era y aún donde estaba. El acomodador, por su parte, soltó una risada estridente. Pude ver todas las obturaciones de sus dientes y sentir su hálito de güisqui ordinario. Pedí disculpas más una vez, pregunté donde se quedaba el baño y dijo que inmediatamente estaría lejos de allí. Con aire desconfiado, el acomodador me indicó una escalera que daba para el baño de los operarios.
Cuando conseguí encender las pocas luces del baño inmundo, me hice frente con mi propio rostro de terror en el espejo. Mi cabeza rodaba y me sentía cada vez más débil. Una voz familiar susurró que yo era un tolo. Un tolo que había pensado que estaba en el control, pero que no estaba.
Sentí el gusto amargo de la derrota y probé de mi propio veneno. Nunca una frase había sido tan literal. La caída vino enseguida. Delante de mí, el suelo sucio del baño de los operarios del cine Oriente y margaritas envueltas en un mar color de rosa.


Escribido por Daniela Rocha Lima, Mariela Bier y Virgínia do Erre

Nenhum comentário:

Postar um comentário